miércoles, 3 de diciembre de 2008

LAS FAUCES DEL MIEDO

Nunca he sido miedoso, desde niño me atraía el riesgo, el desafío por lo desconocido. Me bañaba en los pantanos, exploraba las cuevas, atrapaba serpientes, y cuando más disfrutaba en la playa era si ondeaba la bandera roja. Después fue el submarinismo, el barranquismo y otros deportes de riesgo los que atraían mi atención. Las carreras clandestinas con vehículos trucados después de tormentas alcohólicas era otro de los alicientes del fin de semana, me creía infalible, invencible, inmortal.

Han volado los años, las responsabilidades familiares y la experiencia me han hecho recapacitar sobre mi condición de pobre mortal, y el respeto a la vida de los demás.

Han pasado ya mucho desde la última vez que superé los 200km/h fuera de circuito ,aunque de vez en cuando, me asomo al filo de un acantilado y me quedo absorto contemplando el embate de las olas contra las rocas, o me sumerjo en una corriente de aguas bravas, sintiendo las garras de la espuma arañarme la piel.

Pero de un tiempo a esta parte, un miedo desconocido empieza a asomar las fauces por el horizonte de mi vida. Es el miedo a la enfermedad, al dolor, a la muerte. No a mi dolor, ni a mi enfermedad, puedo asumir mi sufrimiento y aceptar mi enfermedad porque forman parte de mi ser, siempre consideré a la muerte como la fiel amiga que vendrá a rescatarme cuando me abandone la vida. Es el sentimiento de impotencia y frustración que me asalta ante el dolor de ajeno, la enfermedad de los seres queridos, la ausencia sine die de los que nos dejan. Entonces me siento indefenso como un niño asustado y me acurruco en los rincones del recuerdo para no sentir el gélido y pestilente aliento del miedo que corre a abrazarme entre sus garras.


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