Llevaban cincuenta años juntos, medio siglo de amor compartiendo penas y alegrías, ayudándose mutuamente, pero ahora se acercaba el final del camino.
Esa misma tarde, el galeno había visitado a Ibrahim, que estaba gravemente enfermo y con un gesto adusto, se había dirigido a Fátima.
-De esta noche no pasa, su corazón no aguantará más de unas horas-
y con la tristeza en el rostro, se alejó de aquella casa a la que había asistido durante años como médico de cabecera.
Fátima saco una cadena del armario, unió su brazo con el de su esposo cerrándola con un candado, y arrojó las llaves por la ventana.
A media noche, llegó el ángel de la muerte.
-Apártate mujer, vengo a llevarme a tu marido-
- Lo sé, pero no le dejaré solo, llévame con él-
-Lo siento, pero Alá solo me permite llevar a quien me muestra el destino, y a ti aún no te llegó la hora-
-Pues tendrás que llevarnos a ambos o a ninguno- respondió la mujer- Esta cadena nos unirá para siempre porque destruí la llave-
El ángel se quedó pensativo y tras unos intantes de meditación respondió.
-No puedo llevarme a los dos, porque aún te queda un largo camino, pero sí puedo dejarle a él a tu lado hasta que vuelva a buscarte, podría fundir esa cadena con un soplo, pero ni yo podría separar vuestro amor, y tal como vino, desapareció en la oscuridad de la noche.
Al día siguiente en Bagdad no se hablaba de otra cosa.
-¡Realmente ha sido un milagro, ayer estaba prácticamente muerto, y esta mañana ha amanecido totalmente sano y como diez años más joven!-
Pasaron los tiempos y una noche el ángel volvió a recogerlos. Los encontró abrazados en el lecho con las manos entrelazadas, la sonrisa en los labios, y la luz en la mirada.