En un recóndito valle del Pirineo, tenía Joan Subirach su residencia y museo, una mansión impresionante rodeada de altas cumbres en la que coleccionaba valiosísimas obras de arte, muchas de ellas inéditas, que procuraba acrecentar día tras día.Como su aislamiento hacia inviable un sistema de alarma convencional y no quería tener guardaespaldas, adiestró una jauría de mastines entrenados para impedir al paso a cualquier intruso y colocó avisos en los accesos para evitar desenlaces fatales.
Una mañana, se encontró que habían forzado la verja del jardín y habían intentado penetrar en la estancia, pero no habían conseguido violar la puerta acorazada, l
o extraño es que los perros no habían dado señales de vida y no parecían haber sido envenenados, además jamás comían o bebían nada que no les ofreciera personalmente su amo.
Cuando llegó el entrenador y tras un meticuloso análisis de los hechos, determino que habían sido neutralizados con un emisor de ultrasonidos que dejaba a los molosos fuera de combate.
Pasadas unas noches, en plena madrugada, le despertaron unos aullidos furiosos y unos gritos desesperados, al salir se encontró con tres cuerpos destrozados y a los perros babeando y empapados en sangre, el entrenador les había implantado unos tapones que neutralizaban las frecuencias de los asaltantes y estos cayeron destrozados bajo sus feroces mandíbulas.
En unas horas los cadáveres fueron dispersados y enterrados por el monte, nunca más su volvió a saber de ellos, desde entonces, en el museo hay un nuevo óleo, una endiablada jauría saltando rabiosamente al ataque, una obra sin firma ni fecha sumida en lo más profundo de la galería a la que solo el propietario tiene acceso.
Cuentan los lugareños, la mayoría pastores y leñadores, que desde hace ya un tiempo se oyen en la madrugada gritos, aullidos, alaridos y lamentos, en principio creyeron que podía tratarse de lobos, pero a pesar de las intensivas batidas, jamás han podido encontrar ninguno.