Fué una noche como esta, sonó el teléfono de madrugada, una llamada angustiosa, una carrera desesperada, demasiado tarde. Mi padre yacía en el lecho, inmóvil, ya vacio, el médico solo puedo certificar su muerte. Era un hombre joven, fuerte jovial y vitalista, acababa de jubilarse tras toda una vida de trabajo y la vida le compensaba jubilándole a él.
Desde entonces, la navidad no volvió a ser lo mismo. Siempre fue le centro de la mesa, siempre sonriente, comedor infatigable y buen bebedor, amigo de las sobremesas largas y de la partidas interminables de dominó. Dejó un vació tan grande que el tiempo no ha logrado llenarlo. Su humanidad, su grandeza de corazón, su amor por nosotros perdura en el recuerdo como algo insustituible, que nada ni nadie podrá llenar.
Cuando llegan estas fechas, y nos reunimos en casa de mi madre, siempre espero encontrarlo presidiendo la mesa con su amplia sonrisa, de alguna manera su espíritu sigue estando entre nosotros. Cada año que pasa me siento más cerca de él, es como si poco a poco se fuera reencarnado dentro de mí , o como si yo me fuera acercando a él por encima del espacio y del tiempo.
Cada día tengo más fresco su recuerdo, sentado en el suelo viendo como se afeitaba, escuchando sus relatos de cuando era niño, su infancia dura de pastor en mitad del invierno, sus recuerdos de la guerra, el exilio de su hermano en los campos de concentración de la Francia ocupada. Todo ello sin un tic de amargura ni odio. Me viene a la mente una frase que me dijo un día “Devolvemos en nuestros hijos, lo que nuestros padres hicieron por nosotros”…
Solo pido que un día mis hijas guarden de mí un recuerdo tan dulce como yo guardo de él.
No hay comentarios:
Publicar un comentario