Erase una vez un lago de aguas cálidas y cristalinas. Este paraíso había sido construido por un castor que rama a rama había conseguido convertir un impetuoso torrente en un plácido estanque. Él se preocupaba de que no se perdiera ni una sola gota y trabajaba día y noche controlando la más mínima fuga.
De vez en cuando, alguna marta sedienta se acercaba a beber de sus aguas, pero el cator, celoso de sus dominios, la echaba a cajas destempladas. ¡El que quiera agua, que construya su dique! espetaba a todos aquellos que se acercaban a beber de sus orillas.
Pero una noche, el lago se hizo tan inmenso, que arrancó las compuertas tan afanosamente construidas y sus aguas corrieron cauce abajo arrasándolo todo, el pobre pereció arrastrado por su propio egoísmo.
Muchas veces no queremos regalar un poco de lo que nos sobra sin darnos cuenta que solo se disfruta lo que se comparte, y que tarde o temprano las aguas estancadas siempre vuelven a sus cauces.
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