Él era un navegante experto. llevaba muchos años surcando las procelosas aguas de la red, y había salido airoso de vientos y galernas. Una noche, se sintió atraído por una música irresistible y ancló si nave en puerto desconocido. Se detuvo durante unas horas a escuchar esos cantos, que como a Ulises le atraían de una manera irrefrenable. Partió a la media noche, pero al día siguiente volvió a recalar en aquellas playas. La música seguía sonando embrujadora, pero aquella tarde, había una sirena entre las rocas. Sus ojos esmeraldas emanaban una sonrisa triste y melancólica, pero inquietantemente hermosa.
-Quien eres tú?,- preguntó el navegante, pero ella permaneció en silencio, solamente sus ojos parecían hablar por ella, como respuesta, le cantó una hermosa y triste melodía, y en un momento desapareció entre las olas.
El marinero quedó prendado de su belleza, y cada noche se acercaba a escuchar sus cantos en silencio. Un día, antes de partir, le dejó una canción encerrada en una botella. Mientras zarpaba, pudo ver como ella, se la acercaba al oído, y cerraba los ojos.
A partir de aquel día, todas las tardes, recalaba en sus aguas a escuchar sus cantos y a dejarle su mensaje musical encerrado en su cárcel de vidrio.
Pasaron los meses, y se estableció entre ellos un lazo etéreo . Cada canción, era un mensaje de amistad, de cariño y de comprensión. Aprendieron a hablarse a través de la música de tal manera que no necesitaban de palabras, cada uno elegía con precisión esa melodía, esa balada o ese potente arranque de Heavy que transmitía todo lo que habían sentido durante el día.
Una noche, la sirena de los ojos verde no apareció, la cala estaba huérfana, y el silencio solamente era roto por el lamento de los vientos y el rugir de las olas. Dejó su mensaje flotar entre las aguas y partió tristemente. Pasaron los días, y ella no aparecía, sin embargo, cada noche él le dejaba su ampolla rebosante de la mejor música que había encontrado.
Los meses se fueron sucediendo, y no volvió a encontrarla, sin embargo, cada noche, la brisa le musitaba al oído el cálido mensaje que desde algún lugar remoto ella le enviaba, y como un rito, continuó arrojando sus botellas, con la esperanza de que algún día ella las volviera a escucharlas entre las arenas de su mágica playa.
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