Cuando nacemos, a todos se nos entrega una vela encendida, es la llama de la vida. A veces esa llama se extingue nada más prendida, otras crepita durante un tiempo, e inesperadamente se apaga. En ocasiones se nos cae de las manos por una imprudencia, o puede que alguien nos la quiebre por accidente, otras se va consumiendo a través de los años iluminando a los que nos rodean hasta languidecer tras haber agotado toda su cera. La vela de Fran era joven y fuerte y lucía una intensa y luminosa flama, pero hace un año empezó a chispear. Durante meses, se intentó desesperadamente mantenerla viva. Según parece, su mecha estaba rota y no podía seguir luciendo, alguien a quien Dios proteja para siempre, le dejo parte de la suya, y renació las esperanza, pero no conseguimos empalmar los cabos y la vela dejó de arder. Fran, hijo mío, sé que aunque tu cirio se haya apagado, ahora brillas por ti mismo, que desde tu nueva casa, más hermosa aún que aquella que no estrenaste, nos proteges y nos consuelas. A pesar de tu mecha todavía humeante tú amor nos acompañará para siempre. Gracias por habernos dado lo mejor de ti mismo y por haberte adelantado para abrirnos camino entre las tinieblas. Tarde a temprano nos reuniremos todos a ese lado de la puerta, donde no hacen falta ya velas, porque la luz es apacible y eterna.
lunes, 20 de julio de 2009
LA LLAMA DE LA VIDA
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